Cuando un aeropuerto se colapsa, los niños lloran, los perros ladran, los adultos gritan. Los supuestos responsables, también adultos, intentan respirar el poco oxígeno que queda en una terminal cargada de malos humos.
Pero, ¿todo es malo? En tres días en el aeropuerto de Charles de Gaulle de París he intentado entender el humor japonés pasando más de cuatro horas en una cola con un grupo que quería volver a Tokyo. Enseñé a leer, o más bien a reconocer sílabas a una niña de cinco años, rubia, italiana, algo mexicana y llena de pegatinas de Bambi pegadas en la cara y las manos. Hice de intérprete para un americano de origen filipino que volaba a Madrid y tenía que anular su reserva del hotel. Ví cómo sus hijos de 8 y 10 años pasaban horas pasándose un céntimo de euro y jugando al escondite entre los mostradores. Conocí a una rubia de piernas kilométricas que trabajaba en moda y se iba a Cuba diez días «para despejarse». En fin, sufrí, esperé horas, me comí un ejército de bocadillos, fumé como una descosida, me dieron ataques de rabia, de desolación. Pero también me reí y disfruté viendo al «mundo entero» , detrás de un mostrador, unido por sacar adelante sus vacaciones, compadeciéndose del vecino y ayudándole en lo posible. Humanidad a pie de pista.