Cuando tenía unos doce años, era tan mala en matemáticas que mi tío Leo me tenía que dar clases particulares. Mis tíos vivían en una calle cercana a Francisco Silvela. A las cinco salía del cole con mi mochila, me metía en un autobús y andaba diez minutos hasta llegar a mi destino. Siempre me paraba a mitad de camino, en la biblioteca, para hacer los deberes. Me apasionaba estudiar allí. Quedarme en la salita de los niños llena de colores chillones y a veces cruzar el umbral de «la sala de los mayores», observar a aquellos estudiantes, inmersos en sus apuntes, con cara de estrés.
Durante una época, como niña cursi que era, me obsesioné por las flores, sus colores. En la biblioteca había un librito que hablaba de los jardines de Claude Monet, el pintor impresionista. Tulipanes, glicinias, azaleas. Retratar los colores de las flores era todo un reto para la paleta del pintor. Su jardín japonés y los nenúfares, la disposición del jardín, me prometí a mi misma, como niña cursi que era, que visitaría Giverny algún día.
Y el día llegó esta Semana Santa. En lugar del pintor gordinflón con sombrero de paja regando sus flores, me encontré con turistas invasores… pero no molestos.
El ambiente no es el de un parque temático, ni el de un gran museo. Reina el silencio. Los flash de las cámaras a contraluz se mezclan con el bee de las abejas y el sonido del agua regando las flores. Es idílico.
Christian trabaja en los jardines desde hace un par de meses. Con él, un equipo de diez jardineros se afanan en representar y conservar el jardín de Monet. «Las semillas llegan desde Holanda y de diferentes regiones francesas. Todo crece aquí,» me cuenta mientras riega. «Plantamos y podamos dos veces al año. Cada día, le damos un repaso al jardín: si una flor se muere, plantamos otra en su lugar. Por eso este jardín es tan espectacular, porque siempre parece estar perfecto.»
Los turistas avanzan con lentitud, fotografiando cada contraste. Las fotos se
parecen a fondos de pantalla. El sol, el agua reflejada, los colores. «Esto es como un antidepresivo,» me dice mi padre. Y tiene razón. De repente, sonríes, te invade la euforia, endorfinas se llaman, placidez, serenidad.
Desde el cuarto de Monet, en el segundo piso de su casa, una inmensa ventana da sobre el jardín. Parece el marco de uno de sus cuadros. Me lo imaginé allí mezclando los colores, oscureciéndolos según se acercaba el atardecer. Monet fue un listo. Además de un grandísimo artista. No sólo vivió de su pasión sino que entendió las buenas cosas de la vida. Dispuso su vida de manera a poder disfrutar de los pequeños placeres, de un rayo de luz, de un pensamiento y un tulipán. Salí pensando que en el futuro me centraría más en la jardinería.

Querid@ curasán viajant@,
sigue abriéndonos ventanas hacia horizontes llenos de luz y color! GRACIAS POR COMPARTIRLO.
No puede ser (ni haber sido) cursi quien escribe un post genial como este. Besos!!!
Pingback: Bitacoras.com